domingo, 17 de julio de 2011

MARÍA, LA LLENA DE GRACIA.

MARÍA, LA LLENA DE GRACIA.

Ahora bien, la gracia es la vida del alma, su vida sobrenatural. María es juntamente con Cristo, y por más de un título, el principio de toda vida sobrenatural, porque, en dependencia de Cristo, es causa multiforme de la gracia en las almas. Al dar así verdaderamente la vida a las almas, Ella es su Madre, su verdadera Madre, no ciertamente según una maternidad natural, pero sí con una maternidad real y no solamente metafórica y por modo de decir. En el orden de la vida divina Ella cumple de manera sobreeminente toda la misión y todas las funciones que una madre ordinaria ejerce en la vida de su hijo. María es, pues, Madre de las almas, por ser Mediadora de todas las gracias.
       
Redimir las almas, aplicarles los frutos de la redención, comunicarles y hacerles aceptar la gracia, y darlas así a luz a la vida sobrenatural, formarlas y hacerlas crecer en ella, no se hace solo, es una obra difícil; no se realiza sino en contra de fuerzas adversas coaligadas contra Dios y contra las almas: el demonio, el mundo y las facultades desordenadas que, como un virus indestructible, el pecado original dejó en el hombre. Lo cual quiere decir que redención, santificación y vivificación son una lucha, un combate incesante. Pues bien, en esta lucha María es la eterna adversaria de Satanás, detrás de la cual Cristo parece esconderse, como en otro tiempo la Serpiente se había escudado detrás de Eva. María es la eterna y siempre victoriosa Combatiente de los buenos combates de Dios. Más que eso: por debajo de Cristo, Ella es la invencible Generala de los ejércitos divinos, pues conduce y dirige el combate. Ella es para la Iglesia y para las almas todo lo que un general es para su ejército: da a las almas, a los mismos jefes de la Iglesia, las luces apropiadas para despistar las emboscadas de Satán y dirigir la batalla; sostiene también los ánimos, relanza sin cesar a sus hijos a la lucha, los provee de las armas adecuadas que deben asegurarles la victoria; pues todo eso es, con toda evidencia, obra de la gracia: gracia de luz, de valentía, de fortaleza, de perseverancia; y toda gracia, después de Cristo, nos viene de María. Por ser Corredentora y Mediadora de todas las gracias, Ella es Generala «victoriosa en todas las batallas de Dios» [1].

María, como Mediadora de todas las gracias, debe pedir por nosotros, destinarnos y aplicarnos en el momento oportuno toda gracia. Es indispensable, para que Ella pueda hacerlo, que conozca en detalle nuestras necesidades y dificultades, y todo lo que, ya en sentido favorable, ya en sentido adverso, pueda influenciar nuestra vida sobrenatural. Y nosotros sabemos que pueden influenciar nuestra vida espiritual, no sólo los grandes acontecimientos del mundo, como la guerra o la paz; no sólo los hechos importantes de nuestra vida personal, como la salud o la enfermedad, la prosperidad o la miseria; sino también mil detalles insignificantes de nuestra existencia cotidiana, que sin cesar nos alientan al bien o entorpecen nuestros esfuerzos para llegar a la virtud y a la santidad.

        Además, hemos de recordar que la Santísima Virgen no tiene sólo el cargo de cada alma en particular, sino que debe proveer también a las necesidades generales de la Iglesia y de toda la humanidad. Ella es Madre de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, y realmente Madre de toda la humanidad. Por eso, Ella no se preocupa sola ni principalmente por el bien personal de cada hombre, sino que vela por la prosperidad de toda la Iglesia, y apunta al reino de Cristo, el reino de Dios en el mundo. Todo lo que está en conexión con estos intereses de inmensa importancia, retiene su más viva atención y reclama sus más asiduos cuidados. Y todo lo que es capaz de conducir a ello o apartar de ello, no puede quedar sustraído a su mirada de Reina y de Madre.

        La Santísima Virgen es la Mediadora de todas las gracias, y, por lo tanto, también de la gracia actual.

        Es cierto que esta verdad no ha sido solemnemente definida por la Iglesia como dogma de fe. Pero eso no impide que no podamos dudar de la realidad de esta Mediación universal. La verdad de esta doctrina está garantizada por la tradición cristiana, por la enseñanza casi unánime de los teólogos, y sobre todo por las afirmaciones de los Sumos Pontífices, renovadas decenas de veces en sus encíclicas: que todas las gracias nos vienen por María; que Ella es la principal Administradora de la distribución de las gracias; que se le ha otorgado un poder casi ilimitado en este campo; que todas las gracias nos llegan por un triple grado: del Padre a Cristo, de Cristo a María, y de María a nosotros, etc.

        Así, pues, sobre la Mediación universal de María tenemos una verdadera certeza. Debemos mantenernos convencidos de que todas las inspiraciones interiores de la gracia nos llegan de Dios y de Cristo por María, y que estas inspiraciones son, por lo tanto, las inspiraciones de Nuestra Señora.

        Podemos preguntarnos luego de qué manera debemos la gracia a nuestra amadísima Madre.

        Y debemos admirarnos enseguida de que Dios quiere que recibamos la gracia por María de más de una manera.

        Debemos admirarnos de que la divisa de tantos santos: «De Maria numquam satis», parezca haber sido la de Dios mismo antes que la de ellos; que Dios parezca haberse complacido en multiplicar y acumular, en cierto sentido, las intervenciones de la Santísima Virgen en la comunicación de la gracia, del mismo modo que hizo que la Encarnación de su Hijo —prototipo de la deificación del hombre por la gracia— dependiese de múltiples maneras de la influencia de la santísima Madre de Jesús.

        El Padre Poppe lo decía de manera penetrante: «Cada gracia es­tá salpicada de una gota de Sangre de Jesús y de una lágrima de su Madre».
        No queremos dejar que se pierda esta Sangre de Jesús y estas lá­grimas de Nuestra Señora. Las recogeremos con gran amor y respeto en el hermoso y precioso velo de nuestras buenas acciones, realizadas bajo el impulso de la gracia de Jesús y de María.

Las gracias que Ella nos destina de este modo, Ella las pide por nosotros con una oración infaliblemente escuchada. Pues la oración de Nuestra Señora es una oración de un tipo especial. Ella es la Orante por excelencia. La Tradición la llama la Omnipotencia suplicante, la que lo puede todo con sus oraciones. Ella no habla a Dios sólo como humilde y fiel esclava, sino también como Madre suya, y por eso sus oraciones son como órdenes, porque siempre son escuchadas y atendidas. Su intercesión es de un tipo diferente a la de los demás santos, porque como Corredentora Ella mereció toda gracia para nosotros, y por eso puede hacer valer ciertos derechos a que sus peticiones por nosotros sean oídas. De este modo, como lo observaba un teólogo de fama, aunque su oración, por una parte, es sin duda una humilde súplica, por otra parte es la expresión de una voluntad, de una voluntad siempre respetuosa pero también siempre respetada, de que tal o cual gracia, que Ella mereció por nosotros de común acuerdo con Jesús, sea aplicada a tal o cual alma que Ella señala a la munificencia de Dios. Así es como toda gracia nos es obtenida de Dios por nuestra divina Madre.

María: la principal Administradora de la comunicación de las gracias»; que todas las gracias son distribuidas por sus manos; que Ella es el Canal por el que nos llegan las gracias; cuando se reflexiona seriamente en todo esto, parece verosímil y probable —como lo enseña un cierto número de teólogos serios— que nuestra divina Madre no es sólo Mediadora entre nosotros y Dios, sino también entre Dios y nosotros; que Ella no se limita a merecer y pedir la gracia, sino que ade­más Ella ha recibido de Dios la misión de comunicar la gracia a las almas, de aplicársela, esto es, de producirla en ellas, no ciertamente por sus propias fuerzas —lo cual sería imposible—, sino únicamente como instrumento consciente y voluntario de Dios y de Cristo.

        ¡Cuánto nos sirve a nosotros, hijos y esclavos de amor de Nuestra Señora, recordarnos que cada gracia que recibimos es mariana tan profundamente y de tantas maneras! Este pensamiento debe llenarnos de amor y gratitud hacia Aquella a quien, en todo instante y de varias maneras, se lo debemos todo en la vida sobrenatural. Y esta verdad ¡cómo debe establecernos cada vez más en la convicción de que, para adaptarnos al plan divino, debemos conceder a la Santísima Virgen un lugar, secundario pero real y hermosísimo, en nuestra vida de la gracia, bajo todas sus formas! Fortalezcámonos, pues, también desde este punto de vista, en la voluntad bien decidida de no dejar perder nada de todas estas cosas tan bellas, buenas, elevadas y verdaderamente divinas, que después de Jesús, Dios y Hombre, debemos de más de una manera a su santísima y dulcísima Madre, que es también la nuestra.

Acordémonos ante todo de que María está junto a nosotros, en nosotros, por su gracia: por la gracia santificante que, como instrumento de Dios, Ella produce y mantiene en nosotros, y por las inspiraciones e influencias múltiples de la gracia actual.

        Cuanto más rica y abundante sea la gracia santificante en nosotros, tanto más estrechos y fuertes serán los lazos que nos unan a Ella. Tenemos ahí un motivo, secundario a decir verdad, pero poderoso y precioso, para aumentar y enriquecer la vida divina en nosotros, especialmente por la recepción frecuente de los sacramentos y sobre todo de la sagrada Comunión, que trataremos de recibir muy a menudo, cada día si fuera posible.

        Y como por la gracia actual, como decíamos hace un instante, la Santísima Virgen «ase» nuestra alma y se apodera de ella, por este motivo también demos gran importancia, concedamos plena atención y respondamos generosamente a estas influencias de la gracia, a fin de alentar a nuestra buena Madre a proseguir e intensificar su acción santificante en nosotros. Debemos entregarnos apacible y dócilmente a su influencia, no resistir a sus llamamientos, «dejarla obrar» en nosotros, como lo dice repetidas veces Montfort, y mantenernos entregados entre sus manos «como un instrumento en las manos de un buen operario, como un laúd en las manos de un buen tañedor».

Gracias de la "Virgen de los Dolores".

Esta devoción alimenta el espíritu de compunción, nos da gran consuelo, fortalece la confianza de Dios y nos da especial protección de la Santísima Virgen . La Madre de Dios le dijo en una oportunidad a Santa Brígida: "No importa qué tan numerosos sean los pecados de una persona. Si se vuelve a mí con un sincero propósito de enmienda, estoy preparada para recibirle con mi gracia, porque YO no tomo en cuenta el número de pecados que ha cometido, sino que me fijo con la disposición que vienen hacia mi; yo ya no siento aversión por curar sus heridas, porque yo soy llamada y soy la Madre de la Misericordia".

La Santísima Virgen concede 7 gracias a aquellos que mediten diariamente los Dolores de la Virgen, rezando un Ave María al finalizar cada uno.
Las 7 gracias:
1.  Les concederé paz a las familias
2.  Serán iluminados sobre los Divinos Misterios
3.  Los consolaré en sus dolores y los acompañaré en sus trabajos
4.  Les concederé todo lo que me pidan siempre y cuando no se oponga a    la adorable voluntad de mi Divino Hijo o a la santificación de sus almas
5.  Los defenderé de sus batallas espirituales con el enemigo interior y los protegeré cada instante de su vida.  
6.  Los ayudaré visiblemente en la hora de su muerte; verán la cara de su Madre.
7.  He conseguido de mi divino Hijo que, cuantas propaguen esta devoción, serán trasladadas de esta vida terrenal a la felicidad eterna directamente, pues serán borrados todos sus pecados y mi Hijo y Yo seremos su consolación eterna y alegría


Se reza a las 5 de la tarde del 27 de Noviembre, Fiesta de la Medalla Milagrosa, y en las necesidades urgentes, cualquier día, a esa hora.

¡Oh Virgen Inmaculada, sabemos que siempre y en todas partes estás dispuesta a escuchar las oraciones de tus hijos desterrados en este valle de lágrimas, pero sabemos también, que tienes días y horas en los que te complaces en esparcir más abundantemente los tesoros de tus gracias. Y bien, oh María, henos aquí postrados delante de Ti, justamente en este día y hora bendita, por Ti elegida para la manifestación de tu Medalla. Venimos a Ti, llenos de inmensa gratitud y de ilimitada confianza en esta hora por Ti tan querida, para agradecerte el gran don que nos has hecho dándonos tu imagen, a fin que sea para nosotros testimonio de afecto y prenda de protección. Te prometemos, que según tu deseo, la santa Medalla será el signo de tu presencia junto a nosotros, será nuestro libro en el cual aprenderemos a conocer, según tu consejo, cuánto nos has amado, y lo que debemos hacer para que no sean inútiles tantos sacrificios tuyos y de Tu Divino Hijo. Sí, Tu Corazón traspasado, representado en la Medalla, se apoyará siempre sobre el nuestro y lo hará palpitar al unísono con el tuyo. Lo encenderá de amor a Jesús y lo fortificará para llevar cada día la cruz detrás de Él.
Ésta es tu hora, oh María, la hora de tu bondad inagotable, de tu misericordia triunfante, la hora en la cual hiciste brotar, por medio de tu Medalla, aquel torrente de gracias y de prodigios que inundó la tierra. Haz, oh Madre, que esta hora que te recuerda la dulce conmoción de Tu Corazón, que te movió a venirnos a visitar y a traernos el remedio de tantos males, haz que esta hora sea también nuestra hora, la hora de nuestra sincera conversión, y la hora en que sean escuchados plenamente nuestros votos.

Tú, que has prometido justamente en esta hora afortunada, que grandes serían las gracias para quienes las pidiesen con confianza: vuelve benigna tu mirada a nuestras súplicas.

Nosotros te confesamos no merecer tus gracias, pero, a quién recurriremos oh María, sino a Ti, que eres nuestra Madre, en cuyas manos Dios ha puesto todas sus gracias? Ten entonces piedad de nosotros. Te lo pedimos por tu Inmaculada Concepción, y por el amor que te movió a darnos tu preciosa Medalla. Oh Consoladora de los afligidos, que ya te enterneciste por nuestras miserias, mira los males que nos oprimen.

Haz que tu Medalla derrame sobre nosotros y sobre todos nuestros seres queridos tus benéficos rayos: cure a nuestros enfermos, dé la paz a nuestras familias, nos libre de todo peligro. Lleve tu Medalla alivio al que sufre, consuelo al que llora, luz y fuerza a todos. Especialmente te pedimos por la conversión de los pecadores, particularmente de aquéllos que nos son más queridos. Recuerda que por ellos has sufrido, has rogado y has llorado. Sálvanos, oh Refugio de los pecadores, a fin de que después de haberte todos amado, invocado y servido en la tierra, podamos ir a agradecerte y alabarte eternamente en el Cielo. Amén!

La gracia es poseer en vosotros la luz, la fuerza, la sabiduría de Dios. Esto es poseer la semejanza intelectual con Dios, el signo inconfundible de vuestra filiación con Dios.

Sin la gracia seríais simplemente criaturas animales, llegadas a tal punto de evolución de estar proveídas de razón, con un alma, pero un alma a nivel de tierra, capaz de guiarse en las contingencias de la vida terrena pero incapaz de elevarse a las regiones en las que se vive la vida del espíritu; por ello poco más que las bestias que se regulan solamente por el instinto y, en verdad, a menudo os superan con su modo de comportarse.

La gracia es por lo tanto un don sublime, el mayor don que Dios, mi Padre, os podía dar. Y os lo da gratuitamente porque su amor de Padre, por vosotros, es infinito como infinito es Él mismo. Querer decir todos los atributos de la gracia significaría escribir una larga lista de adjetivos y sustantivos, y aún no explicaría todavía perfectamente qué es este don.

Recuerda solamente esto: la gracia es poseer al Padre, vivir en el Padre; la gracia es poseer al Hijo, gozar de los méritos infinitos del Hijo; la gracia es poseer al Espíritu Santo, disfrutar de sus siete dones. La gracia, en fin, es poseernos a Nosotros, Dios Uno y Trino, y tener alrededor de vuestra persona mortal las legiones de ángeles que nos adoran en vosotros.

Un alma que pierde la gracia lo pierde todo. Inútilmente para ella el Padre la ha creado, inútilmente para ella el Hijo la ha redimido, inútilmente para ella el Espíritu Santo le ha infundido sus dones, inútilmente para ella están los Sacramentos. Está muerta. Ramo podrido que bajo la acción corrosiva del pecado se separa y cae del árbol vital y termina de corromperse en el barro. Si un alma supiera conservarse como es después del Bautismo y después de la Confirmación, esto es cuando ella está embebida literalmente de la gracia, aquella alma sería poco inferior a Dios. Y que esto te lo diga todo.

No todas las almas en gracia poseen la gracia en la misma medida. No porque nosotros se la infundamos en medida distinta, sino porque de distinta manera la sabéis conservar en vosotros. El pecado mortal destruye la gracia, el pecado venial la resquebraja, las imperfecciones la debilitan. Hay almas, no del todo malas, que languidecen en una tisis espiritual porque, con su inercia, que las empuja a cometer continuas imperfecciones, enflaquecen cada vez más la gracia, haciéndola un hilo debilísimo, una llamita languidecerte. Mientras debería ser un fuego, un incendio vivo, bello, purificador. El mundo se derrumba porque se derrumba la gracia en casi la totalidad de las almas y en las demás languidece.

La gracia da frutos distintos según esté más o menos viva en vuestro corazón. Una tierra es más fértil cuanto más rica es de elementos y beneficiada por el sol, por el agua, por las corrientes aéreas. Hay tierras estériles, secas, que inútilmente vienen regadas por el agua, calentadas por el sol, agitadas por los vientos. Lo mismo es en las almas. Hay almas que con cada estudio se cargan  de elementos vitales y por ello logran disfrutar el cien por cien de los efectos de la gracia.

Los elementos vitales son: vivir según mi Ley, castos, misericordiosos, humildes, amorosos de Dios y del prójimo; es vivir de oración “viva”. Entonces la gracia crece, florece, echa raíces profundas y se eleva en árbol de vida eterna. Entonces el Espíritu Santo, como un sol, inunda con sus siete rayos, de sus siete dones; entonces Yo, Hijo, os penetro con la lluvia divina de mi Sangre; entonces el Padre os mira con complacencia viendo en vosotros su semejanza; entonces María os acaricia estrechándoos contra su seno en el que me ha llevado a Mí como a sus hijitos menores pero queridos, queridos por su Corazón; entonces los nueve coros angélicos hacen corona a vuestra alma templo de Dios y cantan el “Gloria” sublime; entonces vuestra muerte es Vida y vuestra Vida es bienaventuranza en mi Reino”.

De generación en generación sigue vivo el asombro ante este misterio inefable. San Agustín, imaginando que se dirigía al ángel de la Anunciación, pregunta: «¿Dime, oh ángel, por qué ha sucedido esto en María?». La respuesta, dice el mensajero, está contenida en las mismas palabras del saludo: «Alégrate, llena de gracia» (cf. Sermo 291,6). De hecho, el ángel, «entrando en su presencia», no la llama por su nombre terreno, María, sino por su nombre divino, tal como Dios la ve y la califica desde siempre: «Llena de gracia (gratia plena)», que en el original griego es kecharitoméne, «llena de gracia», y la gracia no es más que el amor de Dios; por eso, en definitiva, podríamos traducir esa palabra así: «amada» por Dios (cf. Lc 1,28).

Esta «bendición» es Jesucristo. Él es la fuente de la gracia, de la que María quedó llena desde el primer instante de su existencia. Acogió con fe a Jesús y con amor lo donó al mundo. Esta es también nuestra vocación y nuestra misión, la vocación y la misión de la Iglesia: acoger a Cristo en nuestra vida y donarlo al mundo «para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17).

«Llena de gracia» eres tú, María, colmada del amor divino desde el primer instante de tu existencia, providencialmente predestinada a ser la Madre del Redentor e íntimamente asociada a él en el misterio de la salvación.

Virgen «llena de gracia», muéstrate Madre tierna y solícita con los habitantes de esta ciudad tuya, para que el auténtico espíritu evangélico anime y oriente su comportamiento.

En vista de la absoluta necesidad de la gracia, es confortador recordar otra verdad que también es materia de fe: que Dios da a cada alma la gracia suficiente para alcanzar el cielo. Nadie se condena si no es por su culpa, por no utilizar las gracias que Dios le da.

Porque podemos, ciertamente, rechazar la gracia. La gracia de Dios actúa en y por medio de la voluntad humana. No destruye nuestra libertad de elección. Es cierto que la gracia hace casi todo el trabajo, pero Dios requiere nuestra cooperación. Por nuestra parte, lo menos que podemos hacer es no poner obstáculos a la operación de la gracia en nuestra alma.

Nos referimos principalmente a las gracias actuales, a esos impulsos divinos que nos mueven a conocer el bien y a hacerlo. Quizá un ejemplo ilustrará la operación de la gracia con respecto al libre albedrío.

Supongamos que una enfermedad me ha retenido en cama largo tiempo. Ya estoy convaleciente, pero tengo que aprender a andar de nuevo. Si trato de hacerlo yo solo, caeré de bruces. Por ello, un buen amigo trata de ayudarme. Pasa su brazo por mi cintura y yo me apoyo firmemente en su hombro. Suavemente me mueve por la habitación. ¡Ya ando otra vez! Es cierto que casi todo el trabajo lo realiza mi amigo, pero hay algo que él no puede hacer por mí: hacer que mis pies se levanten del suelo. Si yo no intentara poner un pie delante del otro, si no hiciera más que colgar de su hombro como un peso muerto, su esfuerzo sería inútil. A pesar suyo, yo no andaría.



                [1] Pío XII.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Vistas de página en total